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jueves, 29 de octubre de 2009

¿Por qué te fuiste, vida mía?



Te escucho en el viento,
te llamo poesía,
y la luna pinta el reflejo
de tu alma en el agua fría.
Lágrimas en mi almohada.
¿Por qué te fuiste vida mía?
Tu mano se me quedó helada
prendida al calor de las mías,
y tu cara rozó mi cara
diciendo que me querías.
Tu adiós me quedó grabado
como una triste melodía.
Y yo te espero despierto
viendo las claras del día,
y yo te espero soñando
y en mi sueño hay alegría,
porque mi aliento te está añorando,
porque tu ausencia es mi agonía,
porque muriendo te estoy amando,
porque sin ti no tengo vida.


Adelaida Ortega Ruiz.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Un día de Todos los Santos.

Cuando era pequeña, y aún no me había tocado de cerca el dolor de una pérdida, la fiesta de "Los Santos" significaba para mí algo bien distinto.


En una fecha envuelta en un halo de misterio, ese lugar tenebroso que me daba tanto miedo, no era tal, pues había flores, llamas de luz por todas partes, y mucha gente arreglada como en fiesta que visitaba la ciudad de los
muertos.
Un día de los santos, hace aproximadamente 34 años (yo tendría 9), vestida de domingo fui a recoger a mi amiga Rosa Mari, y su padre nos preguntó si pensábamos subir al cementerio. Cuando le contestamos que sí, nos entregó sendas cajas de cerillas, y nos dijo que podíamos hacer algo bueno por los difuntos: prender las velas que se apagaran en las tumbas, ya que esas llamas eran oraciones por las almas, y debían permanecer encendidas.
Así pues, aquel día nos sentimos muy importantes. Habían confiado en nosotras al poner en nuestras manos algo prohibido para los niños: el fuego; nos habían otorgado una gran responsabilidad: cuidar las llamas de las plegarias, y como colofón, nos sentimos por primera vez solidarias con una labor espiritual que nos henchía el corazón.
Aquel 1 de Noviembre hacía mucho frío. El cementerio, situado en un alto desprotegido del pueblo, era paso obligado del viento. Las velas se apagaban continuamente, y mi amiga y yo llevamos a cabo una tarea titánica por todo el campo santo.



Colocábamos los ramos de flores que se volcaban, y en cada lápida, leíamos el año de nacimiento y el de defunción, imaginando hipotéticas historias de la vida y posibles causas de la muerte cuando ésta había sobrevenido tempranamente.
Recuerdo que estuvimos cuidando las velas hasta que entró la noche, y mi madre vino a buscarnos. Nos regañó por no haber bajado siquiera a merendar, pero no nos importó, porque el  secreto orgullo de haber hecho algo bueno era nuestra mayor recompensa.


Esta fue una de esas vivencias que quedaron grabadas en mi memoria como algo con sabor especial.
Ahora, esa fecha no significa lo mismo, pues el tiempo y el dolor que provoca la muerte, nos dan una visión muy distinta de las cosas, pero a pesar de ello, cada año cuando llega el día de los santos, recuerdo complacida aquel 1 de Noviembre.

Adelaida Ortega Ruiz


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martes, 27 de octubre de 2009

Premio Bloguero "Fresa"

Esta tarde, mi amiga Elena
me ha premiado de verdad,
y no es un premio cualquiera;
está repleto de amistad.


Y una lista, en linda caja,
de instrucciones me llegó:
Exponerlo cual alhaja
y enlazar a quien me honró.

El blog de Elena.
http://elcallejondelaprisa.blogspot.com/


Con los primeros pasos cumplidos,
procedo ahora a los siguientes:
Difícil nombrar cinco amigos,
pues son todos excelentes.


Todo aquel que lo reciba
debe seguir bien la norma,
notificar a quien elija
y enlazarlo de esta forma:

El blog de Ana.
http://aversolimpio.blogspot.com/

El blog de Natalia.
http://nataliasenmarti.blogspot.com/

El blog de Mari Carmen.
http://vidaysendero.blogspot.com/

El blog de Ruth.
http://exodo-lallamadadeldesierto.blogspot.com/

El blog de Capitán.
http://capitanlanzaenristre.blogspot.com/


Debía elegir cinco blogs que cumplan las características de excelencia en sus contenidos, así que, con mis mejores deseos, he optado por estos entre mis favoritos, por su gran calidad literaria,  por su ingenio y simpatía... y todos ellos amenos e interesantes de verdad.


Gracias por tu detalle, Elena.

Adelaida Ortega Ruiz.

lunes, 26 de octubre de 2009

Aventuras y desventuras de un playero de secano (3ª Parte)

Mi intención al comenzar esta saga, no era otra que contar un par de anécdotas divertidas. Sin embargo, el protagonista de ellas me anima a que continúe, y me refresca la memoria con detalles que yo casi había olvidado. Tengo que confesar que yo misma me estoy divirtiendo al narrarlas.



Sirvan pues como testimonio de algo que se llevó el tiempo, pero no el recuerdo.



LAS ACEITUNAS Y UN PASEO POR ALTA MAR.

Aquel mismo día, por la tarde, otro de mis cuñados, su novia, la mía y yo, le dijimos a mis suegros que no cenaríamos en el apartamento, así que daríamos un paseo con la familia (en tropel, porque éramos el ciento y la madre), y después los cuatro nos iríamos a cenar fuera; eso sí, en un buen restaurante… Nada de burguer ni comidas de esas rápidas que detesto.





Dicho y hecho. Mi suegra preparó para todos (menos para nosotros) una deliciosa tortilla de patatas, unas rodajas de chorizo casero en su punto de fritura, una gran fuente de ensalada y un plato de tapas cortadas como a mí me gustan… el jamón finito y el queso gordo. Ummm ¡se me hacía la boca agua! Pero mi novia me paró la mano en el aire cuando me disponía a coger la primera tapita.



-¡Cheeeeeeee, Recuerda que vamos a cenar fuera!-



No tuve más remedio que contemplar como apuraban aquellos sustanciosos manjares, mientras el olorcillo del humeante chorizo alborotaba mis desamparados jugos gástricos. Bueno, sería capaz de aguantar un rato más, pero mi desatado estómago saltaba ya de puro hambre.



Así pues, salimos todos del apartamento en dirección al “bar Plentín”, nombre con el que mi suegro había bautizado al murillo de piedra que separa el paseo marítimo de la playa. Era un lugar extraordinario para aposentar a la gran familia sin tener que pedir un préstamo para tomar unas Coca-Colas. Allí cabíamos todos y según mi suegra, se entretenía uno mirando a la gente pasar. ¡Menos mal que en poco rato nos iríamos a disfrutar de una magnífica cena!



Hora y media después, tras el consabido paseíto y el festín de miradas en el bar Plentín, mi estómago rugía perceptiblemente, así que propuse que nos marchásemos ya a cenar. La boca se me hacía agua pensando en la comida que me iba a pedir… tal vez un pescaíto frito o un buen solomillo a la pimienta…



Despidiéndonos estábamos cuando oímos a nuestra espalda… “¿Pero qué hace aquí la familia al completo?” “¡Cuánto tiempo!”.



Era un matrimonio con dos hijos de unos 9 ó 10 años y parecían conocer muy bien a la familia.



¡No, por Dios! Aquello me olía a que la cena tendría que seguir esperando.



Después de las presentaciones y los saludos vino el consabido repaso a los últimos diez años que llevaban sin verse.



Como la cosa se alargaba y la conversación se iba animando, mi suegro propuso que fuésemos todos juntos a tomar un refresquito, a lo que el matrimonio accedió encantado, ya que según dijeron “venían cenados y les apetecía beber algo”.



Pero es que a mí no me apetecía beber algo… ¡yo quería comer!



Le hice un gesto a mi novia y a mi cuñado para que nos marchásemos con cualquier excusa, pero ella me cuchicheó que no podíamos desairarlos después de tantos años sin verlos, y añadió que sería sólo un “ratillo”.



Me resigné a seguir apaciguando a la fiera de mi estómago, aunque ya los ruidos se oían desde lejos.



Así fue como acabamos sentados formando un gran corro en una terraza, y tomando “unos refresquitos”.



¡Qué alegría me dio cuando el camarero trajo dos platos de aceitunas con hueso! Tenía tanta hambre que me hubiera lanzado sobre ellas, pero más rápidos fueron los dos niños, que de pie junto a la mesa, agarraron sendos aperitivos y se los apropiaron, uno cada uno.



Se me saltaban las lágrimas cada vez que los niños mordisqueaban una aceituna y la depositaban en el plato con los dientes marcados o "mascurreadas", pero sin comer…



-Es que a mis niños no les gustan las aceitunas con hueso- comentó la madre en tono de disculpa, al ver el reguero de aceitunas desperdiciadas.



¿¿¿Y por qué no las dejaban entonces para los demás???



¡Y yo sujetándome para no arrebatarles los platos, con el hambre que tenía!



A eso de la una de la madrugada nos despedimos por fin, después de haber participado en un concurso de preguntas que organizaba cada noche aquel Pub, el cual ganamos gracias a que yo di la respuesta que ninguna mesa sabía: “¿Quien coló el último gol en la final del Mundial Alemania 1974?”. Pero no crean que el premio fue una cena, no; nos regalaron una botella de champán, que yo habría paladeado felizmente si mi estómago hubiese estado sereno.



Entonces empezamos un largo peregrinar en busca de cena. Preguntamos en cada chino, restaurante de lujo y chiringuito que encontramos, pero a aquellas horas todas las cocinas estaban cerradas.


Acabamos comiendo una triste hamburguesa con ketchup.


Y de ahí a dormir, que había que reponer fuerzas para la barca de pedales que me esperaba al día siguiente.



El tercer día amaneció con brumas y yo pensé esperanzado “tal vez haga mal tiempo y no vayamos a la playa”, pero no podía tener tan buena suerte; la bruma se disipó y lució un sol radiante… casi tan radiante como mi novia ante la idea del romántico paseo por alta mar.



Nada más llegar a la playa fuimos a alquilar la barca por una hora. Ella estaba impaciente.



Mi suegra, que se preocupa por todo, vino detrás con el frasco de protector solar. Yo no quería, pero se empeñó y entre las dos me embadurnaron de pies a cabeza. Por fin “embarcamos” y pedaleamos, pedaleamos… y seguimos pedaleando. Al principio era fácil; no requería mucho esfuerzo, pero veinte minutos después empecé a notar más dificultoso el avance. El sudor comenzaba a caerme y a mezclarse con el aceite que me habían untado. Aún así seguí con el desmesurado esfuerzo hasta que me percaté de porqué los pedales estaban ahora tan duros: hacía rato que estaba pedaleando yo solo. Mi novia tenía los pies “dejados caer” sobre los pedales y tomaba el sol tranquilamente como si la barca se moviera sola.


Ahora que estábamos suficientemente lejos podíamos parar a descansar un rato, sobre todo porque empecé a notar que el continuo roce del pedaleo me había hecho una escocedura entre las piernas (En los días sucesivos el farmacéutico de la urbanización sacaba el “Penaten” nada más verme entrar).



Tenía mucho calor y decidí darme un baño, así que me tiré al agua sin pensarlo dos veces.



¡Qué delicia! ¡Qué agua tan fresquita!



Nadé alrededor del patín hasta que me cansé. Entonces quise subir de nuevo, pero ¡oh, no podía! Me resbalaban las manos, los pies, las piernas, el cuerpo...

Intenté asirme una y otra vez con mis manos aceitosas, pero me escurría como un pescado.



Parece algo trivial, pero puedo asegurar que suponía un verdadero problema. Estaba en “alta mar” y sin posibilidad de subir al barco. Comencé a desesperarme, y aunque me costó admitirlo, había llegado la hora de pedir auxilio.



Después de tomárselo a pitorreo y reirse un rato, mi novia  intentó ayudarme sin ningún resultado. Sus manos también resbalaban cuando me tocaba.



¿Cómo iba a regresar a tierra? En aquellos momentos hasta la arena de la playa me hubiese parecido una bendición. Todo lo que ansiaba era pisar tierra firme.



Decidimos que yo iría detrás agarrado a la barca, y ella pedalearía y me arrastraría.



Los primeros doscientos metros, aunque lentos, fueron bastante bien, pero después noté que el ritmo decaía. Ya parecía que en lugar de avanzar retrocedíamos.



Con aquella cadencia de pedaleo, llegaría a la playa convertido en un náufrago con barba de varios días.



Al final fui yo quien tuvo que empujar la barca. Pataleé y pataleé en el agua hasta que llegamos a tierra.



Jamás olvidaré lo magnífico que fue sentir tierra bajo los pies, aunque fuera arena de la playa.



Y aquella fue nuestra romántica excursión marítima… ella, yo, el viento, el sol y el aceite protector.



Y es lo que yo digo, que lo mejor de la playa son las diversiones alejadas de la playa, como la que vivimos al día siguiente…



Nota: Ilustro el relato con una foto de aquel día, en el momento en que regrasábamos a tierra, y ya cerca de la orilla, pudo subir a bordo.


Adelaida Ortega Ruiz.

Primer Premio I Concurso de Eslóganes "Día Internacional de la eliminación de la violencia contra las mujeres"

Este mes de Octubre me ha traído una nueva alegría, la cual sinceramente no esperaba, el primer premio en el concurso de eslóganes organizado por la Concejalía de Políticas Sociales del Ayuntamiento de Nueva Carteya.


Me puse delante de un word en blanco y pensé... "debe ser algo que diga mucho con pocas palabras y tiene que reflejar los sentimientos de una mujer maltratada que clama su derecho a tener derecho,  a no ser pisoteada y vulnerada por alguien posiblemente más fuerte físicamente. Quiero que hable de que una mujer es un ser inteligente, sensible y humano, que a veces es contemplada como un espécimen inferior por culpa de la ancestral cultura machista, de los condicionamientos religiosos o de la falta de educación social..."


Agradezco a los miembros del jurado que hayan elegido mi eslogan y reitero mi enhorabuena a la Concejalía de Políticas Sociales  por las extraordinarias iniciativas que está teniendo, en particular a Helena Amo, que está llevando a cabo una labor encomiable.

En este sentido, aprovecho también la ocasión para anunciar otro buen proyecto de esta concejalía, en el cual me he visto implicada con mucho gusto. Se trata de una obra de teatro que se representará en la Casa de la Cultura el 8 de Marzo de 2010, para conmemorar el Día Internacional de la Mujer, y que yo misma he escrito y dirigiré sus ensayos a partir del próximo mes de Noviembre.

Es un proyecto en el que tengo mucha ilusión y espero que pueda salir bien. Más adelante podré dar más detalles sobre el tema, y tras la representación colgaré la obra en mi blog. Lo que sí adelanto es que es un drama con tintes cómicos y su título es "Genobundio y Abuveva".

Adelaida Ortega Ruiz


lunes, 19 de octubre de 2009

Aventuras y desventuras de un playero de secano (2ª parte)

No siempre es fácil comprender los gustos, aversiones, afinidades o recelos ajenos. Así pues, he querido narrar estas andanzas en primera persona para acercarme mejor a sus sentimientos.


LA TABLA DE WINDSURF

El segundo día amaneció irremediablemente con los mismos proyectos playeros. Entonces sucedió algo que tal vez me arreglaría la jornada… al menos era una alternativa a pasármela en la misma tortura que el día anterior: Uno de mis cuñados vino diciendo que unos metros más allá había un hombre alquilando tablas de windsurf, y me propuso alquilar una entre los dos. Yo le dije que no sabía nada de surf y menos aún de windsurf, ya que sólo lo había visto practicar en la tele. Sin embargo mi cuñado aseguró que tenía algunas nociones y que era más fácil de lo que parecía. Tan seguro se mostró que me convenció de inmediato. Acto seguido fuimos a hablar con el señor de las tablas, seguidos por toda la expectante familia, que venía dispuesta a vernos partir mar adentro, impulsados por el viento.


El señor se ofreció a darnos unas instrucciones básicas del manejo de la tabla y de la vela, pues dijo que si no éramos iniciados nos iban a resultar de gran utilidad, pero mi cuñado repitió que no era preciso, pues él conocía bastante bien toda la teoría, y acto seguido nos ilustró al arrendatario y a mí con algunos conceptos como “babor”, “estribor”, “proa” y “popa”, y con tanta soltura lo decía que parecía ser todo un experto. Aquello me dio confianza.

Estábamos impacientes. Ya nos veíamos a lomos de aquel artefacto y navegando a velocidad de vértigo.


De este modo, cargamos entre los dos el artilugio que parecía pequeño desde lejos, pero que unido a la vela, tenía una considerable envergadura. La tabla medía unos tres metros y medio, y la vela se componía de un mástil de aproximadamente cinco metros de alto y una tela impermeable con una superficie superior a 6 metros cuadrados. En la tabla había una especie de estribos semicirculares para anclar los pies, y el mástil se unía al casco por su extremo inferior con una pieza articulada, que era extraíble.

Nos adentramos con aquello a pulso hasta que el agua nos llegó a la cadera, y mi cuñado se dispuso a subir, no sin antes despedirse con la mano del resto de la familia que aguardaba en la orilla.

Yo le sujeté la tabla para facilitarle que montara.

-¡Bueno cuñado, que me voy pa Marruecos, Vuelvo en media hora!-. Dijo con humor mientras se impulsaba para subir. Tanto impulso tomó, que por un lado saltó y por el otro cayó de cabeza, para el cachondeo general de los espectadores.

¡Bueno, al fin y al cabo sólo era el primer intento!

Después de las consabidas risitas y el guaseo de la familia, decidí intentarlo yo, a ver si tenía más suerte. A mí no me iba a pasar lo mismo, porque yo tomaría el impulso exacto.

Sin embargo no me di cuenta de que nos habíamos ido adentrando, y el agua ahora nos llegaba casi por la cintura. Di un gran salto sin recordar mi maltrecho bañador, el cual andaba mal de elásticos y no pudo aguantar la sacudida, por lo que en el mismo aire me percaté de que me habían quedado al descubierto aquellas partes que nunca vieron el sol. Ya era tarde para volver atrás, así que me frené como pude y caí de mala manera. Quedé tumbado “de panza” sobre la tabla, con el bañador trabado a la altura de las rodillas. Sólo fue una fracción de segundo, pero lo primero que me pasó por la cabeza fue que mis suegros estaban contemplando la escena.

Por fin caí al agua, me subí el bañador y salí a flote. Miré hacia la orilla y todos estaban partidos de risa. Para colmo, empecé a notar que éramos el centro de atención en aquella zona. Vi que algunas personas se habían levantado de sus toallas y se acercaban para mirar.

¡Aquello se había convertido en un espectáculo!

Le cedí de nuevo el turno a mi cuñado, pero decidimos retroceder un poco para que el agua estuviera más baja. En el traslado de la tabla, que dicho sea de paso, estaba llena de desconchones y hendiduras, no nos dimos cuenta de que habíamos enganchado el bañador de una señora que nadaba cerca. Debía tenerlo pasado de lejía, porque al tirar, la lycra se deshizo como una “carrera” en unos pantys. En un santiamén su bañador quedó convertido en un bonito “trikini con transparencias”.

Así continuamos con los sucesivos intentos. ¡Había que tener calma! Una vez que consiguiésemos auparnos, según mi cuñado, lo de navegar sería “pan comido”.

No recuerdo cuántos fueron en total; lo que sí recuerdo es la vez que conseguí erguirme triunfalmente sobre aquel caballo marino, y ya, todo sería cuestión de tirar de la cuerda y levantar la vela. Los aplausos y gritos de ánimo del público eran unánimes.


Tengo que aclarar, que poco a poco se habían ido uniendo más espectadores. A aquellas alturas se podían contar entre cuarenta y cincuenta personas de pie en la orilla… y aumentando, porque desde lejos se veía tanto tumulto, que la gente acudía a ver qué pasaba. Había extranjeros, mujeres, abuelas, niños y hasta dos monjas… todos jaleándonos y pasándoselo en grande. En cambio, nosotros, que habíamos pensado al principio que una hora iba a ser poco, a los 25 minutos estábamos deseando entregarle la tabla a su dueño, pero había que mantener el pabellón alto, así que nada de abandonar a medias.

Equilibrado por fin y con los pies separados y bien anclados en los estribos, procedí a recuperar cuerda para izar la vela, pero ésta llevaba tanto tiempo flotando, que se había cubierto de agua, y debía pesar sobre cien kilos. Pero allí estaba yo… fuerte y dispuesto… Tiré con tal brío, que en lugar de elevar la vela, se salió el mástil de su anclaje, y con la misma fuerza que yo le tiré me golpeó el palo allí… sí, allí mismamente. El golpe hizo carambola en cuatro bolas; en las dos primeras directamente, y las otras dos se me salieron de las órbitas oculares.
Después de caer inerte, el fresquito del agua me reanimó bastante.

Con la vela tuvimos bastantes desavenencias. En una ocasión mi cuñado consiguió mantenerla vertical el tiempo suficiente para que se hinchara de aire, pero aquel inesperado empujón y sentir la tabla desplazarse súbitamente, era una experiencia para la que no estábamos preparados, así que al cabo de dos metros y medio mi cuñado cayó al agua, y esa fue la distancia más larga que pudo recorrer. ¡Él… que quería ir a Marruecos!

Entre tanto hubo muchas personas que se acercaron a darnos consejos o a curiosear desde cerca. Hubo un señor que nos dio unas instrucciones algo confusas, pero parecía estar tan convencido que le prestamos atención. Después le preguntamos si llevaba mucho practicando windsurf, y nos respondió que no, que en realidad lo que tenía era una barca y se paseaba mucho en el pantano. Debió pensar que era lo mismo.

El que recuerdo con más consternación fue un hombre corpulento, ancho de espalda y con una tupida barba negra. No dejaba de nadar alrededor y sonreía tímidamente. La vela le cayó varias veces a unos diez centímetros de la cara, y en cada ocasión nos decía que por favor nos alejásemos un poco. La verdad sea dicha, a juicio nuestro era mucho más fácil que se alejase él nadando que no nosotros con aquel artefacto. Cada vez que la vela caía casi rozándole la cabeza se oía a los espectadores murmurar al unísono “Uuuuuyyyyyy”.

No entendíamos porqué no se alejaba. ¡Allá él si no quería irse!

Lo comprendimos unos minutos después, cuando el caballero, consciente del peligro que corría, empezó a agitar ambos brazos como pidiendo socorro. Acto seguido aparecieron dos fornidos jóvenes que entraron en el agua, lo agarraron cada uno por un brazo y lo sacaron hacia la playa arrastrándolo como a un muñeco con las piernas de trapo. El pobre hombre no tenía apenas movilidad en sus extremidades inferiores, y seguramente usaría muletas para andar. Todavía no se me ha olvidado la vergüenza y el apuro que pasamos.

Por fin se cumplió el tiempo de alquiler y devolvimos con gran alivio la tabla a su dueño. Desde entonces prefiero verlas en televisión o en fotos.

Una vez hubimos acabado, se disgregó el público asistente, no sin antes felicitarnos por nuestro empeño sin parangón y agradecernos con un aplauso el buen rato que habían pasado.

Mi novia me esperaba muy contenta. En cuanto solté la tabla me dijo que al día siguiente íbamos a alquilar una barca a pedales, ella y yo… solos mar adentro… con el viento y el sol como únicos compañeros… No sé si me cambió la cara de color, pero esa es otra historia que
el próximo día contaré…

Adelaida Ortega Ruiz

jueves, 15 de octubre de 2009

Aventuras y desventuras de un playero de secano (Primera parte)

Hoy quiero ponerme en la piel de alguien, que a pesar de aborrecer la playa, durante 22 años ha tomado la iniciativa de volver verano tras verano, aunque acabe quedándose en el chiringuito mientras las niñas y yo nos bañamos.

Ha habido ocasiones en que yo, consciente de que lo hacía para complacerme, le he propuesto viajar a otros lugares del interior, los que también adoro, pero él siempre me ha preguntado… “¿Y de verdad que no quieres ir a la playa?”



Gracias por pensar siempre en nosotras antes que en ti.



Y DESCUBRÍ LA PLAYA...


Agosto de 1987. Mis primeras vacaciones en la playa ¡qué ilusión!

No puedo negar que estaba entusiasmado ante la perspectiva de pasar quince días en compañía de mi novia (y toda su familia, incluidos mis futuros suegros, cuñados, cuñadas y algún que otro espontáneo) en ese paraíso de sol que es Torremolinos.
Yo había visto el mar en varias ocasiones y me parecía precioso. Sin embargo esta sería la primera vez que pisaría la arena de la playa y me bañaría en esa inmensidad de agua salada.

Recuerdo la llegada al "elástico" piso que mi suegro alquiló, y digo elástico porque el aforo de personal asistente se estiraba cada vez más: donde cabían siete bien podían caber diez, y once y doce… Sólo era cuestión de un poco de ingenio y buena colocación de las improvisadas placas de esponja sobre el suelo del salón. De este modo descubrimos que juntando dos de ellas y acostándonos a lo ancho en lugar de a lo largo, cabíamos tres o cuatro personas cada dos colchones. Por ello no hubo problema cuando a los diez de familia que veraneábamos en el apartamento de dos dormitorios, se sumaron durante un fin de semana dos amigos de mi cuñado pequeño. No había problema; con tres placas de ochenta, dos colchonetas inflables y trocándonos uno sí y otro no con los pies hacia la cabecera del camastro, el sitio parecía multiplicarse. No en vano colocan así a las sardinas en las latas para ahorrar espacio. El único inconveniente fue que te girases al lado que te girases, la nariz te topaba siempre con un par de aromáticos pies masculinos.

Mis suegros, mi novia y una cuñada se instalaron en los dormitorios, y el resto de los varones concurrentes, ocho para ser exactos, dormíamos de esta “plácida” forma en el salón.
Pero vamos al grano, y nunca mejor dicho, porque no quiero desviarme de lo que realmente voy a contar, que es mi descubrimiento de la playa y de lo que para mí desde entonces significa ese lugar tan arenoso.

Una vez colocado el equipaje, cruzamos ansiosamente mi novia y yo, y mi suegra, y mi suegro, y mis cuatro cuñados y mi cuñada, y los sillones, y las sombrillas, y las bolsas, y las colchonetas multiusos, y las toallas, y las paletas, y la pelota… a la soleada playa, de la que nos separaban unos doscientos metros.
La primera impresión al notar que la arena se pegaba a mis pies no fue todo lo idílica que yo había imaginado, pero ese pequeño detalle no iba a enturbiar mi entusiasmo, pues pensé que cuando llegara al agua ya me limpiaría. No me paré ni a colocar la toalla. Corrí al agua saltando de puntillas sobre aquella tierra incandescente, para quitarme los molestos granos de entre los dedos de mis pies, pero ¡ay Señor! aquello fue peor: cuando salí del agua la arena aún se me pegaba más, así que volví a mojarme con la esperanza de que si andaba muy despacio y pisando suavemente, llegaría a la toalla con el mínimo de arena adherida. De esta manera anduve como un robot intentando no levantar aquellas molestas partículas hasta llegar a mi pequeña isla de salvación (mi toalla bajo la sombrilla).

Mi novia rebozaba felicidad. A ella le encantaba el mar, la arena y el sol… y yo no quería decepcionarla, por lo que decidí disimular y mostrarme complacido, pero ella se empeñó en untarme con una crema para que el sol no me quemara. Yo no hallaba el modo de decirle que no tenía intención de volver a salir de mi toalla ni de la sombra, por lo que en dos minutos me embadurnó de aquella pringue desagradable.
Daba igual… lo soportaría resignado con tal de no volver a entrar en contacto con la arena.

Todo iba bien hasta que el niño de la sombrilla vecina empezó a corretear levantando tierra y salpicando todo mi cuerpo aceitoso, en el cual se incrustaron los granos como minúsculas lapas, que se negaban a soltarse ya ni con agua. ¡Que suplicio por Dios! Lo más difícil fue mantener la sonrisa cuando al enjuagarme la cara me entró en los ojos la dichosa crema que escocía como tomate en una herida. Entonces mi novia me preguntó qué tal lo estaba pasando, y yo con dos enormes lagrimones que me corrían por las mejillas y sin poder abrir los ojos, esbocé una conveniente sonrisa de oreja a oreja, y le dije ¡lo mucho que estaba disfrutando!

De nuevo y como pude, llegué a ciegas hasta la toalla. Ya sólo pensaba en la hora de salir de aquel infierno y meterme en la ducha. Nadie me quitaría el primer puesto para el baño. Me tiraría en plancha si era preciso, pero de momento tenía que resignarme a soportar aquella sensación de tirantez de la sal al secarse sobre la piel, la crema que me desesperaba y aquella arena insufrible, que cuanto más me restregaba más me arañaba.

Me empezó a inquietar la idea de no poder mantener el tipo durante todas las vacaciones. Aquel era el primer día y aún me quedaban otros catorce por delante, que a aquellas alturas se me antojaban ya interminables.

Estiré meticulosamente los cuatro picos de la toalla, de forma que no tuviera una sola mota de polvo ni una arruga, y me tumbé bocabajo sobre ella muy lenta y cuidadosamente… casi levitando. Tenía la intención de permanecer completamente inmóvil. Un instante después, el niño vecino que ahora jugaba con unas raquetas acompañado de su papá, no acertaba ni una sola vez a la pelota, y ésta golpeaba mi espalda vez sí y vez también, obligándome continuamente a poner mi mejor cara y devolverle la pelotita. Mis verdaderos deseos eran coger al papá y al niño, y enterrarlos hasta el cuello en la arena.

Así pasé mi primer y maravilloso día de playa. Nunca olvidaré la cáscara de sandía con la que me obsequió vía aérea el niño de al lado, que impactó en mi cara a la hora de su almuerzo, cuando yo por fin había conseguido dormirme y soñar que estaba en mi cama... sobre una sábana fresca, seca y limpia. Tampoco podré olvidar "lo bien que lo pasé" construyendo un castillo de arena a pleno sol con mi novia, a la que le hacía tanta ilusión que no se lo pude negar. Mi espalda pagó las consecuencias, pues me quemé de tal forma, que veintidós años después me duele sólo de recordarlo. ¡Si señor, aquello era disfrutar!

Continuará...


lunes, 12 de octubre de 2009

El Mundo gira movido por Internet.

"Siglo Primero D.I."

Hace unos diecisiete años que tuve sobre la mesa mi primer ordenador. Me lo dio uno de mis hermanos, que lo había desechado tras comprarse otro más moderno, y pensó que a mí me vendría bien en mi trabajo. Me explicó que servía, como su nombre indicaba, “para ordenar”, y añadió “enciéndelo y familiarízate con los programas”.



Tengo que confesar que después de unos días intentando buscarle utilidad a aquel trasto, lo arrinconé en el trastero, pues no conseguí entender para qué demonios me podía servir a mí aquella cosa tan grande, teniendo yo la contabilidad bien ordenada en mis libros de cuentas y una gran cantidad de cuadernos, bolígrafos y cajones para guardarlo todo. Además… es que no tenía ni idea de cómo se manejaba aquello, y eso de “los programas” sólo me había sonado a “espacio televisivo”.



Me da algo de vergüenza admitirlo, pero realmente pensé que el uso de esas máquinas sería una moda pasajera, o cuando más seguida sólo por unos pocos.




No volví a acordarme de él hasta pasados unos años, cuando los ordenadores empezaron a verse por doquier. Su uso se extendió a organismos públicos, empresas, comercios, bancos, colegios… Ya una mesa de oficina o despacho, no era tal sin un ordenador sobre ella. Era tan cotidiano como el pan y el agua.



Aún así, yo seguí resistiéndome, más por ignorancia que por testarudez, hasta que mi hija mayor se empeñó en que le comprásemos uno, aludiendo a su necesidad para trabajos escolares, consultas en Internet, juegos, etc.



Si esfuerzo me costó encontrar útil un ordenador, más complicado me resultó ver práctico “el Internet”… hasta que empecé a usar ambas cosas. Ahora me pregunto cómo sobrevivíamos sin él. Suena fuerte, pero creo que lo mismo que el nacimiento de Cristo, el nacimiento de Internet ha marcado un antes y un después en el tiempo.



Hoy día, esa red nos atrapa a todos. Internet mueve el mundo.



Es fácil darse cuenta de cómo ha alterado nuestras costumbres, influido en nuestro vocabulario, cambiado nuestro modo de relacionarnos, ampliado nuestro acceso a la información y modernizado y agilizado las operaciones, transacciones y comercio de todo tipo.



Ya apenas se venden postales navideñas; nos estamos acostumbrando a felicitar con tarjetas virtuales, y por supuesto, las noticias de los amigos ya nunca nos llegan por carta… ¡Con lo emocionante que era recibir un sobre con nuestro nombre escrito a mano!


Un creciente número de lectores de prensa cambia a diario el papel impreso por la pantalla de ordenador. Y qué decir de la música… Todos conocemos los desvelos de las discográficas por la bajada de ventas, a causa de las extendidísimas descargas. Cualquier disco o película a nuestro alcance sin salir de casa.



Aún conservo en un armario mi vieja máquina de escribir; esa que a mis dieciséis años deseé ansiosamente hasta que mi padre me la regaló. ¿Para qué me servirá ahora? Recuerdo cuando iba a comprar las cintas de tinta bicolor y unos sobrecitos de corrector que a duras penas disimulaban los errores dactilográficos. Tal vez por eso, conseguí escribir del tirón un texto completo casi sin faltas.
También anda por ahí mi estupenda cámara analógica. Los carretes fotográficos se han convertido en artículo para aficionados y coleccionistas. La fotografía digital se ha impuesto totalmente.



Las voluminosas enciclopedias sólo se mueven de la estantería para limpiarles el polvo. ¿Quién se molesta en buscar alfabéticamente teniendo cualquier información en Google con unas rápidas pulsaciones? Hasta los síntomas de las enfermedades, las recetas de cocina y el tiempo atmosférico los consultamos en la red.



Reservamos hotel para las vacaciones desde nuestro sillón, compramos artículos que no encontramos en las tiendas, extraemos los formularios para las becas de nuestros hijos y tenemos a mano la factura del teléfono, sin atentar contra el medio ambiente por usar como soporte el papel.



¿De qué pensarían nuestros abuelos que les estábamos hablando con términos como papelera de reciclaje, bandeja de entrada, ratón, pestaña, ventana o antivirus? Pues peor sería si les nombrásemos el formato JPG, el software, el Hacker o el MODEM. Alguna vez he oído conversaciones de chavales muy metidos en la informática y por momentos he pensado que hablaban en chino.

Capítulo aparte merecen las relaciones internautas y las amistades cibernéticas. Las redes sociales multiplican las amistades a un ritmo vertiginoso. Los chats, los foros, los blogs… nos brindan la ocasión de relacionarnos o charlar con personas que jamás hubiésemos conocido, y de publicar nuestras opiniones o todo aquello que queramos divulgar, con la seguridad de que se abre una puerta poderosísima de comunicación.

Ciertamente el poder de Internet en el mundo es ilimitado. Nuestra vida cotidiana se paraliza si hay avería en el servicio. Hace poco hubo una que duró un par de horas, y ese breve espacio de tiempo bastó para encontrarme con que el banco no podía efectuarme la operación que solicité; yo no podía consultar las existencias de librería en el almacén, y por tanto tampoco hacer mis pedidos, y por último, un proveedor no pudo facturarme hasta que se restauró la línea.
¿Qué pasaría si de repente nos quedásemos sin Internet?

Adelaida Ortega Ruiz.
  13-Octubre-2009

miércoles, 7 de octubre de 2009

Sueños de la vida, vida de los sueños.

Apenas tuvo conciencia,
en su mente moraron los sueños;
invadieron su inocencia,
de sus noches fueron dueños.


Inevitable fue soñar,
ilógica, ilusión, trastornado deseo…
acechaban su descanso para brotar,
a veces de blanco, a veces de negro.


Oscuros como la noche, temibles como la muerte,
llegaron sin avisar y se alojaron en su mente.
No los dejó pasar, se colaron de repente
como esa ola que trae la mar, imparable, fuerte…


Ansiaba entonces despertar, salir de su negro sueño.
-¡Dejadme descansar, quiero dormir en mi lecho!-
Pero al dormir volvían de nuevo.


Mas de otros despertó feliz.
Complaciéndose en lo soñado,
quería de nuevo dormir,
revivir lo imaginado…


Erizada la piel, ciertas las manos
que la hicieron vibrar…
¿Por qué se marcharon?
-¡En mi quimera quiero habitar!-


Extrañas criaturas los sueños;
sólo viven si son recordados,
se alimentan de lucidez,
pero no nacen si son anhelados.

 
Adelaida Ortega Ruiz
7 de Octubre de 2009