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martes, 28 de diciembre de 2010

Casos y cosas del frutero Vicente

Era el frutero Vicente

astuto, cotilla, embustero,

charlatán y diligente,

y aunque también muy cicatero,

le caía bien a la gente

y le vendía al barrio entero.










Heredó el solterón la tienda

de su padre y de su abuelo,

y no hizo reforma ni enmienda,

pues decía que “lo moderno”,

además de mermar su hacienda,

a él le importaba “un cuerno”.










Vicente seguía pesando

en su primitiva balanza,

donde iba añadiendo y quitando

pesas a la antigua usanza.


Y como dividir no sabía

salvo por dos y por cuatro,

dos quitaba, una ponía…

hasta el peso haber cuadrado.


-El medio kilo vale quince,

el kilo entero justo treinta…

¡Y no se venden “peros” sueltos!

pues… ¿cómo ajusto yo la cuenta

si los gramos son doscientos?


Cuando alguien le pedía “un kilo”

cumplía presuroso el encargo

equilibrando con sigilo,

pero solía pasarse de largo;

y así el kilo, sin remedio,

se aumentaba en más de un cuarto…


-¿Te lo dejo o te lo quito?

-¡Déjalo, por si lo gasto!


Y Vicente muy contento

lo cobraba como un rayo

“redondeao” a kilo y medio,

porque… pasaba del cuarto.


Odiaba la tecnología

y como estuvo poco en la escuela,

calculadora no tenía,

pero portaba siempre en su oreja

el lápiz con que escribía

y sumaba a “la cuenta la vieja”.


Mas la oreja la tenía

que más que oreja era molleja;

¡gigante almeja parecía!

No hacía par con su pareja,

pues la izquierda no sufría

el peso de la manía añeja

que el otro pabellón sí sentía

por “pillar” a mano derecha.


Cada día dos de enero

se iba al banco al ser el alba

y se agarraba al asidero

de la puerta de la entrada,

pa poder ser el primero

cuando abrieran de mañana.


-¡Saque todo mi dinero,

y crea que no es desconfianza,

que en un santiamén lo cuento

y lo devuelvo sin falta!.


Y así Vicente el frutero

al banquero vigilaba,

¡No le mermaran los duros

que en su cartilla atesoraba!



Adelaida Ortega Ruiz

jueves, 23 de diciembre de 2010

Papá Noel me ha traído un jamón.



¡De miedo!
De miedo fue el relato que envié al concurso organizado por Javier Sanz de "Historias de la Historia" y por Françs Gori de la Editorial Toison.


Era la primera vez que escribía algo de este estilo, pero "Morando en su mente", que así lo titulé,  fue seleccionado entre los 36 trabajos presentados.

Después, gracias a los votos de los lectores que lo eligieron entre los  finalistas , mi relato ha sido el ganador, y... Santa Claus me va a traer el jamón y un lote de libros.


Aquí os dejo un enlace a 
donde se puede leer 


Enhorabuena a los otros 5  finalistas y al segundo clasificado, gracias a los que me han votado y felices fiestas a todos, que yo me voy a afilar el cuchillo... 


Adelaida Ortega Ruiz

sábado, 18 de diciembre de 2010

EL "ANTICUENTO" DE NAVIDAD


En estas fechas la televisión emite películas en las que la bondad siempre recibe su recompensa, o cuentos como el de Navidad de Charles Dickens, donde el viejo avaro y huraño se transforma en generoso bajo el influjo del espíritu navideño.

¿Pero de verdad suceden las cosas así?

En la realidad, por duro que parezca, más veces de las deseadas triunfa la mezquindad y el egoísmo, sin que ningún espíritu mágico se conmueva lo más mínimo. Esto es lo que acabará sucediendo en el cuento que os narro a continuación, por eso lo he titulado…

“El anticuento de Navidad”

Siempre íbamos a casa de mis padres a cenar en Nochebuena, pero el pasado año no pude eludir la invitación de mi suegra.
Llamó la misma mañana del 24, y habló con Marcos, mi marido. Él sujetaba el auricular pegado a su oreja y asentía con la cabeza (inútilmente porque su madre no lo veía)  mientras decía sí, sí… ajá, sí, sí, de acuerdo… sí.

Yo, temiéndome lo peor, me planté frente a él con los brazos en jarras, y escuché sus monosílabos con gesto enojado y con una mirada que hablaba por sí sola. Le lanzaba rayos y centellas con esta advertencia luminosa: “¡Como me hagas ir a cenar a casa de tu madre la vamos a tener!”.
Por fin lo escuché decir “De acuerdo, iremos”.
Colgó y me miró un instante antes de comunicarme que su madre quería reunir a toda la familia por algo muy importante. Aquello me sonó a que teníamos que ir sin falta. 

A las 8 en punto de la tarde atravesamos el umbral de “doña Ana Purificación García”, mi repelente suegra; éramos los primeros en llegar. 
Yo llevaba puesto mi vestido negro de fiesta, el que tenía reservado para fin de año, pero conociendo el estilo de mi repipi cuñada, pensé que si no me lo ponía iba a desentonar, como aquella primera y única Nochebuena que pasé en su casa, tres años atrás, siendo yo aún novia de Marcos, cuando acudí vestida con vaqueros y un suéter de lana, y ellas (madre e hija) iban de tiros largos. Los días sucesivos me mortifiqué pensando en sus más que seguros comentarios sobre lo vulgar que yo parecía. ¡Como si las viera!

Pero volvamos a la última Nochebuena.
Después de las sonrisitas de rigor, le di dos besos al aire que flotaba a un lado y otro de su cara y pasamos al salón.
Ana Pura se sentó en el sofá y me indicó, dando unos golpecitos sobre el asiento, que me colocase a su lado. ¡Hice de tripas corazón!
Marcos ocupó el sillón de al lado, junto a la chimenea.
La mujer comenzó enseguida a hablarnos de sus últimas adquisiciones artísticas: dos cuadros carísimos que había colgado en las ya repletas paredes de la estancia. Yo no pude apreciar la belleza de las pinturas, porque mi vista quedó atrapada irremediablemente en las guirnaldas de espumillón azul y verde con que había decorado sus lujosos marcos. Desde luego no hacían juego con las otras rosa fucsia que adornaban la televisión y los marcos de las puertas. ¡Señor, señor, cuánto dinero y qué mal gusto!

Me autoconvencí de que tendría que tener paciencia, porque seguramente mi suegra se reservaría “eso tan importante” que quería comunicarnos  para un momento más estelar. Era su forma ser. Le gustaba hacerse notar… ser siempre el centro de la fiesta, el niño en el bautizo, y si pudiera, hasta el muerto en el entierro.
Una hora  después miró su reloj y comentó que Purita (mi cuñada) se estaba retrasando. Yo pensé que mejor así; no me apetecía que me restregara por las narices su inevitable modelito de firma y su peinado de estilista. Odiaba el modo que tenía de mover las manos delante de mi cara para que viera los pesados pedruscos de oro y las piedras preciosas con las que se “entablillaba” los dedos (eran tan enormes que casi no podía articular los nudillos).
¿Y qué decir de sus niños? Esos angelitos estruendosos, aporreando las panderetas y cantando horrendos villancicos sin parar.

Después Ana Pura quiso que Marcos la acompañara a la bodega justo antes de cenar, para elegir el vino (otra nueva costumbre copiada de no sé qué serie de televisión). Yo me quedé allí sola y me dispuse a echar un vistazo más de cerca -ahora sí- a las pinturas. Había obras costosísimas de nuevos pintores famosos, pero la más valiosa era un magnífico Picasso, cuyo precio, al menos para mí, era incalculable.
En realidad mi suegra no apreciaba la belleza de esas obras; lo que le atraía de ellas era poder presumir ante sus glamurosas amistades. ¡Pobre Ana Pura! No sabía que la llamaban “Analfa-Pura” a sus espaldas.

De repente sonó el teléfono y yo no me atreví a cogerlo (no estaba en mi casa y no quería que pareciese que tenía confianza). Me dirigí a toda prisa a la escalera que bajaba a la bodega para avisar de la llamada, y entonces saltó el contestador. Escuché la voz de Carlos, el marido de Purita, dejando un mensaje. Decía que estaban atrapados en Despeñaperrros bajo una tremenda nevada. La guardia civil les impedía circular por no llevar cadenas, así que no sabían a qué hora llegarían. Me hizo gracia cuando dijo con su acento cordobés “¡Que si no llegamo… ir senando ustede tranquilos! Por nosotro no os preocupeis, que ya nos apañaremo como podamo ¿Qué le vamo hasé?”

Un momento después regresaron mi marido y mi suegra con una botella de  fino “Alfaraque” de Nueva Carteya para acompañar el primero, y otra de tinto de “Sardón del Duero” para la carne.
Ana Pura, tal vez esperanzada en que la familia de su hija hubiese llegado ya, dibujó la decepción en su rostro. Pasaban ya las nueve y media de la noche y no podíamos seguir retrasando la cena.
Antes de que me diera tiempo a contar lo de la llamada, mi suegra empezó a hablar:

“Bueno, hijos míos, he retrasado el inicio de la cena esperando que llegarais todos, pero veo que no va a ser.
Las dos últimas Nochebuenas os he invitado a cenar –dijo mirando a mi marido, aunque estaba claro que me hablaba a mí también- y siempre habéis declinado por diversas excusas, para mi gran pena.

Este año he querido comprobar si volvería a suceder lo mismo y pensé que si tu hermana o tú faltábais, el que estuviera presente recibiría un regalo único por mi parte. 

No es que quiera pagaros vuestra compañía, pues el cariño no tiene precio y a mí me gustaría recibirlo desinteresadamente, pero quiero premiar que no me dejéis de lado una noche como esta. Es muy triste sentir esa soledad y no me gustaría volverlo a experimentar.

Y Ahora vamos a cenar. Más tarde os diré de qué se trata”.

En ese momento mi maquinaria pensante se disparó a toda marcha. ¡Un regalo único y un único regalo para el que asistiera esta noche! Era mi ocasión. Desde luego no sería yo la que disculpara la ausencia de Purita.

Mi suegra nos indicó que pasáramos al comedor y yo, con el pretexto de ir un momento al baño, me quedé rezagada. Entonces me dirigí al contestador y pulsé “borrar mensajes”.
Después cenamos, cantamos un villancico en torno al nacimiento (¡qué ridícula me sentí!) y hasta soporté estoicamente la retransmisión televisiva de la Misa del Gallo del Papa, sentadita junto a la vieja.

Entre tanto aproveché para dejar caer algún comentario como “Luego vendrán con excusas de que han tenido una avería en el coche o algo por el estilo, pero seguro que están tranquilamente en casa, sin tener en cuenta a su pobre madre” (y lo dije con un tono que hasta a mí me dio pena).

Al final de la noche obtuve mi merecida recompensa por aguantar a la cacatúa, y salí con un paquete bajo el brazo. Lo primero que hice el día 26 (el 25 era fiesta y no pude) fue buscar un comprador para el Picasso que mi suegra nos regaló.

A mí lo del espíritu navideño me deja inalterable. Odio la  Navidad y aborrezco a mi suegra. No obstante, se aproxima de nuevo la Nochebuena y este año me llevo  hasta la  zambomba si hace falta, no sea que Analfa-Pura le regale a mi cuñada el Monnet que adquirió el mes pasado en una subasta. Para mí o para nadie.

Adelaida Ortega Ruiz.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Mi ventana seguirá abierta para compartir mis sueños



A los que me acompañan desde el primer día y a esos otros que ahora echo de menos, a los que pasaron sólo un momento pero dejaron su huella, a los que se asomaron y salieron en silencio, a los que pegaron unas frases que más tarde encontré calcadas en otra ventana, a los que buscaron aquí una pantalla para reflejar su sitio, a los que llegaron por accidente y se quedaron conmigo, a los que me demuestran su cariño que tanto agradezco, a los que me animan con palabras mágicas, y a todos los que, sin saberlo, me han convencido de que merece la pena compartir mis sueños. Para todos ellos, para todos vosotros… 






Adelaida Ortega Ruiz

lunes, 13 de diciembre de 2010

Mi destino en un trozo de papel


Caminé arrastrando mi alma, sujeta a mis pies por una cadena invisible. Cientos de personas iban y venían con prisas, cruzaban la calle o esperaban el autobús. Otras paseaban ajenas al drama que tambaleaba mi mundo.

Y yo me caí, me caí del mundo.

Ya no habría más sonrisas para mí, ni fines de semana en la sierra, ni cafés en la terraza del Bar de Anselmo. Vi mi silla vacía; otro la ocuparía para jugar al mus con Pedro.

Mi móvil desconectado; decidí usarlo sólo para emergencias. Tal vez fuera mejor así. Me encerraría en casa y nadie me vería temblar. Lloraría escondido y mis lágrimas de hombre me darían tanta pena que lloraría aún más, lloraría y volvería a llorar hasta secarme por dentro.

Atrincherarme, ocultar mi vergüenza; sí, eso es lo que haría. Pero en la nevera ya sólo habría botellas de Coca-Cola llenas de agua del grifo…

No me daba tiempo a llegar a casa. Iba a llorar ya, sentado en un escalón cualquiera.

¡Ni hablar! La gente creería que soy un mendigo y me darían limosna, ¡A mí, con mi elegante traje de firma y mis zapatos ergonómicos!

Me hirieron, como cegadores flashes, la academia de inglés del pequeño, la ortodoncia de la niña, el gimnasio de Clara, la cuota del club de tenis y ¡mi suscripción al National Geographic!

Tendría que anularlo todo. Bueno… todo no, que la ortodoncia de Marta, en un esfuerzo titánico, haría aflojarse un poco mi cinturón de piel de cocodrilo, vestigio de tiempos mejores, y convertiría mis ceñidas tripas en sacrificado corazón. En eso no había vuelta atrás.

Yo que había sido tan autosuficiente…

Yo, que cuando nos casamos, le pedí a mi mujer que dejara su trabajo para atender la familia como Dios manda…

Yo que había sido tan prepotente, tan gilipollas…

La voz de mi madre se abrió camino desde un rincón de mi cerebro: “el hambre enseña a pensar” –me susurró echándome en cara la falta de previsión de toda mi vida-. Pero a mí sólo me enseñaría a añorar lo que fui y ya no era: influyente, poderoso, joven…

Tal vez sí que terminaría en un escalón con la mano extendida y la cabeza gacha. Me verían mis antiguos compañeros de trabajo y los socios del club, y yo no me atrevería a levantar la vista, pero tampoco me podría permitir retirar la mano. ¿Seguirían entonces dándome palmaditas en la espalda?

Ahora, cerca ya de mi casa, me detuve. En la esquina me atacó el futuro inmediato con la afilada hoja de su inmediato presente.

La imagen de mi terraza con sus jardineras y su toldo a rayas chocó conmigo como una ráfaga helada en el rostro.

Cuántas veces, mientras el ascensor engullía uno tras otro los pisos apilados, había buscado yo la llave en mi bolsillo, palpando su forma que distinguía con los dedos, mientras mi cabeza se afanaba en solucionar problemas que ahora me resultaban vanos. En aquellos momentos, sin saberlo, yo había sido feliz.

Sin embargo hoy iba a subir a casa sintiéndome pequeño, insignificante… fracasado.

Podía coger ese ascensor hasta la quinta planta y enfrentar a los míos con la dura realidad, o podría seguir subiendo hasta la décima, y allí, desde la azotea, escapar de ella en un instante. Sólo tendría que cerrar los ojos y dejarme ir…

No, no tenía valor, o mejor dicho, no debía ser tan cobarde, porque huir tal vez fuera lo más fácil, y ahora tocaba ser fuerte y enfrentar mi destino… Ese destino que me había sido notificado en un frío trozo de papel.

Clara no se atrevería hoy a hablar de mis paranoias. La debacle nos había alcanzado con sus destructivas garras, y toda nuestra vida se iba a desmoronar.

Aún no entiendo por qué mi mujer se rió de aquella manera cuando le enseñé el mensaje de mi galleta de la fortuna.

Adelaida Ortega Ruiz

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Accésit V Certamen Literario Fundación Fco García Amo. "La moneda de la suerte"

Por tercer año consecutivo me presento a este concurso y tengo el honor y la gran satisfacción de ver reconocido mi trabajo.



5 de Diciembre de 2010

En esta ocasión opté por algo un pelín fantástico. Espero que su lectura os resulte amena.



La moneda de la suerte

Adrián se apeó del viejo tren de mercancías antes de que se detuviera completamente. Alguien le había aconsejado que probara suerte en esta ciudad, y viajó hasta aquí oculto entre los enormes troncos que se apilaban en los vagones de carga. Con 23 años y todo el arrojo de un joven luchador, estaba decidido a triunfar en la vida. Sólo necesitaba estar en el lugar correcto y en el momento adecuado… y tal vez fuera éste y ahora.
Se cargó al hombro su breve equipaje envuelto en una raída tela a cuadros y se apartó con los dedos aquel mechón rebelde que siempre se descolgaba sobre su frente. Después miró a su alrededor y sonrió optimistamente: aquella estación, aquella ciudad… bien podrían ser su punto de partida.
Se sacó del bolsillo la única moneda que le quedaba y la tiró al aire…
- “Cara” hacia el este y “cruz” al oeste -pensó mientras la cazaba al vuelo.
- ¿Qué fue hijo, cara o cruz?- preguntó una voz cavernosa a su espalda.
Él se volvió y halló tras de sí a un viejo de aspecto sucio y desharrapado.
- Fue cruz, aunque supongo que da lo mismo -le contestó al vagabundo.
-Y ahora que la has usado… ¿Qué piensas hacer con la moneda? -inquirió de nuevo el anciano entrecerrando los ojos.
-Tiene usted razón… ya la he usado. Tenga, se la regalo -le dijo el muchacho al tiempo que le entregaba la moneda.
Después dio media vuelta y comenzó a alejarse en dirección al oeste.
- ¡Espera un momento, chico! Posiblemente esta moneda te haya indicado la dirección adecuada o… tal vez no, pero cuando depositaste tu suerte en el azar que ella te ofrecía, se convirtió en la llave de tu destino.
- ¿Y cómo sabe usted eso? -quiso averiguar Adrián que detuvo su marcha al instante.
- Me has regalado todo cuanto tenías, que era esa moneda, y a cambio de tu generosidad yo voy a poner a tu alcance algo que podrás aceptar o no… depende de ti.
El joven lo miró incrédulo: ¿Qué podría ofrecerle un indigente anciano y vagabundo? No obstante decidió prestarle atención; en su corta pero intensa experiencia por el mundo, había aprendido que no debía menospreciar a nada ni a nadie.
- Coge de nuevo tu moneda y guárdala- continuó diciendo aquel extraño personaje mientras se la ofrecía reluciente sobre su palma abierta -Si la tomas, ella te llevará siempre hasta lo que ambiciones, pero deberás confiar en su designio ciegamente.
- ¿Y usted cree de verdad que esta moneda…?
- Ya te dije que depende de ti, de lo que decidas en este momento. Puedes aceptar su suerte o confiar sólo en la tuya.
- ¿Y qué gana usted con esto? Me está devolviendo un dinero que seguramente necesita más que yo -titubeó Adrián receloso.
- Algún día, cuando hayas comprobado que lo que te digo es cierto, acudiré a ti y te pediré algo que necesite más que esta moneda. Entonces será el momento en que me pagues la suerte que te estoy regalando -aseguró el vagabundo.


Escuchado esto, Adrián alargó la mano y tomó otra vez la moneda. Seguramente toda aquella historia sería una bobada del pobre viejo trastornado, pero…
Se adentró en la ciudad con la moneda en el bolsillo, y entró en el primer bar que encontró a pedir un bocadillo y un vaso de agua; después de la caminata había sentido hambre y se alegró de tener aún ese poco dinero.
Cuando acabó su comida, depositó la moneda en el mostrador.
- Lo ha invitado a usted el señor que había en aquella mesa… -aclaró el camarero señalando en dirección a un rincón-, pero antes de marcharse dejó esto para usted.
Adrián cogió la tarjeta de visita que el hombre le entregaba, en la que aparecía impreso un nombre y una dirección. En su reverso estaba esta frase manuscrita: “A veces, para lograr el futuro, es necesario sacrificar el presente”.
- ¿Conocía usted a ese caballero? -preguntó Adrián, reflexionando aún sobre la extraña frase.
- ¿A don Augusto Agramonte? ¿Y quién no? -respondió el camarero sorprendido de que alguien en la ciudad no conociera a tan notable personaje- Es el hombre más rico que he conocido nunca… y que seguramente jamás conoceré… Es dueño de la mayor fábrica de muebles de la comarca y también de los aserraderos que dan empleo a casi todos los pueblos del contorno, aunque eso es sólo lo que yo sé; dicen que tiene tantas inversiones, acciones y fincas, que ni él mismo podría calcularlo a ciencia cierta.
Después Adrián guardó de nuevo su moneda y pensó que ya era la segunda vez que regresaba a su bolsillo. Al salir del bar consultó la dirección de la tarjeta y se encaminó hacia allí.
Cuando llegó quedó impresionado. Era la fábrica más grande que había visto nunca, y adosada a ella se divisaba una larga hilera de modernas naves, alrededor de las cuales, parecía bullir una frenética actividad de personas y vehículos. Al otro lado y separada por un precioso y cuidado jardín, se levantaba una majestuosa mansión edificada completamente de mármol blanco y cristal. Ahí debía vivir el dueño de todo aquello… el tal don Augusto Agramonte.
Empezaría por pedir trabajo, pero no iría a la fábrica… Él vería directamente al caballero que lo había invitado en el bar. Llamó a la puerta y enseguida acudió una sirvienta.
- Buenos días. ¿Podría ver al señor Agramonte?
- ¿Y a quién anuncio, por favor?
- Dígale que soy alguien que… “está dispuesto a sacrificarse ahora para lograr el futuro”.
La sirvienta lo invitó a esperar en el recibidor. Unos minutos después, volvió y le indicó que la siguiera.
La casa era magnífica y, al entrar en el despacho, Adrián se dijo que él algún día tendría uno igual. El suelo, las paredes y los muebles eran de las más nobles y refinadas maderas que en su vida había contemplado. La estancia estaba decorada con lámparas, librerías, cuadros y esculturas de incomparable belleza. Todo rezumaba lujo y opulencia a raudales.
El señor Agramonte estaba sentado tras su impresionante escritorio, en un sillón no menos regio que el resto del mobiliario. Era un caballero de unos 50 años, de pelo entrecano y pequeños ojillos azules de mirada astuta. Sobre la punta de su nariz apoyaba unas gafas que Adrián supuso que usaría únicamente para leer, pues en cuanto él entró, el caballero elevó su vista por encima de ellas, clavándola en su persona.
- ¡Pasa muchacho! Veo que eres un joven decidido. No me equivoqué contigo.
Adrián se acercó y le estrechó la mano con energía, lo que pareció satisfacer aún más al caballero.
- He venido a pedirle trabajo, señor Agramonte, y por supuesto a agradecerle su invitación de esta mañana, la cual para serle sincero, me sorprendió bastante -dijo Adrián sin rodeos-. Me gustaría saber qué lo impulsó a hacerlo.
- Te vi en la estación. Llegaste escondido en mi tren de mercancías y en cuanto te miré supe que eras un luchador. Yo tuve un hijo hace años, que… lamentablemente perdí -continuó hablando el rico empresario- y tú me lo recuerdas mucho.
- ¿Fue por eso que me pagó la comida, porque me parezco a su hijo?
- Podría ser… Pero lo cierto es que confiaba en que vinieras hasta aquí. Ahora voy a darte ese trabajo que me pides. Sé que no me defraudarás.
Al día siguiente Adrián empezó a trabajar como encargado de uno de los aserraderos. El ofrecimiento de tal puesto desde el primer día y sin pedirle siquiera referencias, le había parecido sorprendente; sin embargo una oportunidad así sólo se presentaba una vez en la vida, y él no estaba dispuesto a dejarla escapar, por lo que no hizo preguntas y aceptó el cargo con el firme propósito de demostrar su valía.


UNOS MESES DESPUÉS:
El joven Adrián fue progresando rápidamente en la empresa. Había comenzado como jefe de nave, pero poco después ascendió a coordinador general de todos los aserraderos. Ahora ya no llevaba ropa de trabajo; cada día se sentaba en su oficina de la planta principal vestido con un elegante traje. A veces se preguntaba qué habría visto don Augusto en él para depositarle tanta confianza, pero era mucho más cómodo aceptar aquella magnífica suerte y no cuestionar los motivos.
En poco tiempo pudo dar la entrada de una casita cercana a la empresa, con un jardín en la parte delantera, y también de un coche último modelo que aparcaba cada día en la puerta de la fábrica. Le gustaba que todos pudieran verlo, y más aún le enorgullecía sentirse tan importante como aparentaba.
Muchas noches don Augusto lo invitaba a cenar en su casa junto a otras personalidades de la ciudad, ante las que solía presentarlo como “su amigo y mano derecha”. Él se sentía satisfecho del círculo de amistades a las que tuvo acceso de la noche a la mañana. En una ocasión, al llegar a la mansión encontró al anfitrión acompañado de una joven preciosa, la que le presentó como su hija Andrea.
- No sabía que tuvieras una hija, Augusto, y menos que fuera tan bella.
- Encantada de conocerte, Adrián. He estado varios años estudiando en el extranjero -sonrió Andrea ofreciéndole su mano- He regresado esta misma mañana.
- El placer es mío – contestó él besando aquella mano con delicadeza.


Durante toda la velada Adrián centró su atención en la joven. Lo cierto es que no pudo apartar sus ojos de ella un solo instante, como poseído por su sublime belleza. Andrea, además, tenía una conversación afable e inteligente, y mientras hablaba sus gestos armónicos embrujaron a Adrián.
Tras la cena, el muchacho se marchó a casa sin conseguir apartarla de su pensamiento. Definitivamente estaba admirado. ¡Aquella era la mujer de su vida!
Al día siguiente, en su oficina, recibió una llamada de don Augusto: ¡quería verlo inmediatamente! Adrián se encaminó a su despacho un poco preocupado, pensando que tal vez el jefe estuviese molesto por el evidente acercamiento hacia su hija. Su sorpresa fue mayúscula cuando encontró a ésta en su compañía.
- Siéntate, hijo -lo invitó el señor Agramonte muy cordialmente-. Te he llamado porque quería proponerte algo, y no me andaré por las ramas: Te he estado observando desde el día en que llegaste y me has demostrado tener lo que yo llamo “visión de futuro”. Me gustaría que asumieras la vicepresidencia de la empresa.
Adrián no daba crédito a lo que oía.
-Naturalmente, no espero que me contestes ahora –continuó don Augusto-. Es un cargo de gran responsabilidad… Puedes reflexionar tu decisión tranquilamente.
-Por supuesto que acepto Augusto, no tengo nada que pensar. Desaprovechar esta oportunidad sería necio por mi parte. Te lo agradezco mucho.
Así fue como Adrián consiguió llegar a la vicepresidencia de la mayor empresa de la región, aunque para serse sincero a sí mismo, tuvo que admitir que todo le caía como llovido del cielo en cuanto lo ambicionaba. Tan sólo habían transcurrido 8 meses desde que bajó de aquel tren, sin más pertenencias que una muda de ropa limpia y una moneda en su bolsillo.
¡¡La moneda!!... ¿Dónde estaría? No había vuelto a pensar en ella desde que la guardó en una caja el primer día que se hospedó en la ciudad. Después, cuando se trasladó a su nueva casa, aquella caja debió llegar con los otros objetos de la mudanza… ¡Tal vez estuviera en el desván! Ahora que lo estaba meditando, pudiera ser que de verdad le trajera suerte… ¿Y si realmente era así? El viejo de la estación le había dicho que eligiera entre aceptar la suerte de la moneda o confiar sólo en sí mismo, pero que si aceptaba, algún día tendría que darle algo a cambio.
Sea como fuere le estaba muy agradecido a aquella moneda que le había indicado el camino correcto, porque lo cierto era que la fortuna le estaba sonriendo de forma increíble desde entonces. En cuanto llegara a casa la buscaría y, a partir de aquel momento, la llevaría siempre consigo como un talismán o… ¡como una lámpara mágica! Sonrió para sus adentros imaginando tal disparate, pero por si acaso ya había pensado en su próximo deseo…


CINCO AÑOS MÁS TARDE:
Adrián miraba atrás y recordaba su desarraigada infancia en el orfanato. ¡Cuánto había cambiado su vida desde entonces! Ahora poseía todo lo que hubiera podido soñar: tenía dinero y ostentaba una posición social envidiable, y sobre todo tenía el amor de la mujer más maravillosa del mundo. Se había casado con Andrea un año después de conocerla y ahora tenía un precioso hijo que ponía broche a su felicidad más absoluta. Él estaba locamente enamorado de su esposa y no imaginaba mayor dicha que la suya.
Desde la boda vivían en la mansión junto a Augusto, que se había convertido en un padre para él. A veces se metía la mano en el bolsillo para tocar aquella moneda que siempre llevaba consigo, y pensaba… “realmente me trajiste suerte”.
Sin embargo, una desgracia vino a enturbiar su satisfacción: Don Augusto murió de repente causándole una honda tristeza. Tras el funeral, los abogados concretaron la fecha para la lectura del testamento. Sería un mes después.
El difunto señor Agramonte le había legado a su única hija el 45% de las acciones de la empresa y la mansión con todas las obras de arte allí atesoradas, en las que durante años había ido invirtiendo gran parte de su fortuna. La sorpresa llegó cuando, contrariamente a lo que Adrián esperaba, él resultó ser beneficiario del otro 45% de las acciones. El restante 10% estaba en manos de un socio minoritario… un tal señor “Ernesto Cifuentes” al que él nunca había conocido personalmente.
Pero lo que rebasó con creces sus expectativas fue descubrir que también era el destinatario de dos sobres lacrados y numerados. En el primero de ellos se leía de puño y letra del propio Agramonte: “Ábrase tras mi fallecimiento y en presencia del notario”, y dentro se hallaba un documento que otorgaba a Adrián el contenido íntegro de la caja fuerte del difunto, del que se incluía un pormenorizado inventario, según el cual, la caja albergaba una ingente cantidad de acciones, bonos, dinero y joyas que lo convertían en un hombre sumamente rico.
En el segundo sobre se leía: “Combinación secreta de la caja. Este sobre debe ser abierto únicamente por Adrián y sin ningún testigo”.


De camino a casa, Adrián palpaba el pequeño sobre, aún cerrado, que había guardado en su bolsillo junto a la misteriosa moneda que siempre llevaba consigo. Una vez más recordó a aquel vagabundo que le había regalado tan increíble futuro.
Al entrar en la mansión que ahora era su hogar, se dirigió a la fabulosa estancia que había admirado desde el día en que llegó. Se reclinó por primera vez en el suntuoso sillón y se contempló a sí mismo como un hombre importante. ¡El fabuloso despacho de don Augusto Agramonte… ahora era suyo! ¡Todo era suyo!
Sólo había transcurrido un instante cuando la sirvienta llamó a la puerta.
- Disculpe señor, pero hay un… “ca-ba-lle-ro” que desea verlo –anunció la criada, recalcando ostensiblemente la palabra “caballero”- No me ha dado su nombre, pero me ha pedido que le diga “que le debe usted una moneda”… Si lo desea, hago que se marche; creo que no es más que un mendigo en busca de limosna -aseveró por último la muchacha.
¡El vagabundo! ¡Aquél tenía que ser el vagabundo! Adrián recordó entonces la condición que le puso aquel hombre: “cuando hubiera comprobado que todo era cierto, vendría a pedirle algo a cambio”. Ya había llegado el momento y él no podía negarse, porque aquella misteriosa historia había sido y era real.
- Hágalo pasar -le ordenó de inmediato a la sirvienta.
¿Qué vendría a pedirle? Adrián se puso de pie y aguardó nerviosamente hasta que lo vio entrar.
- Ha llegado el momento de que cumplas lo pactado -habló sin preámbulos el mendigo- Veo que la fortuna te ha sonreído, tal y como aventuré.
- Ciertamente -admitió Adrián-, aunque al principio no creí su historia, pero he comprobado que es verdad. He conseguido incluso más de lo que ambicionaba, más de lo que pude imaginar… así que estoy en deuda con usted. Pídame lo que necesite.
- Sólo quiero una cosa. Es un pequeño objeto que se guarda en la caja blindada de este despacho.
- ¿Un pequeño objeto? ¿Cuál, y cómo sabe usted que se encuentra ahí? -preguntó el joven intrigado- Yo ni siquiera he abierto la caja aún…
- Es una diminuta caja de madera, parecida a un pequeño joyero, de poco valor material y que no está especificada en el inventario de la herencia, pero habrás de entregármela en este mismo momento y sin abrirla: lo que hay en su interior es mi pago por tu fortuna.
Adrián se giró y caminó hasta la ventana sumido en sus cavilaciones. <<¿Qué contendría aquella cajita? Don Augusto le había legado todo cuánto se guardaba en la caja fuerte, y esa misteriosa cajita también estaba allí, aunque él aún no la había visto ni aparecía detallada en el inventario. ¿Qué podría guardarse dentro para que el mendigo se la pidiese? Lo más valioso que podía imaginar era un gran diamante de valor incalculable, pero aún así tendría que entregársela al anciano sin conocer su contenido, pues esa había sido su exigencia>>.
- Está bien, acepto -declaró por fin Adrián- Al fin y al cabo se lo debo.
Dicho esto Adrián sacó de su bolsillo el sobre con la combinación secreta y lo abrió, al tiempo que recordaba que hubiera debido hacerlo sin testigos, según la última voluntad de don Augusto, pero las circunstancias “eran las que eran” y no podía hacer otra cosa. A continuación le pidió al viejo que mirase a otro lado mientras introducía la clave y… ¡voilà! la caja blindada se abrió inmediatamente. Allí había fajos de billetes, papeles, carpetas y numerosas cajas de cartón y metal, pero en primer plano aparecía un diminuto joyero de madera, poco mayor que una caja de cerillas. Adrián lo cogió rápidamente y cerró la puerta al instante; ya tendría tiempo de revisar a solas todo aquello.
- Tenga la cajita. Ahora estamos en paz.
- Por supuesto -dijo el vagabundo sonriendo complacido- Ahora he de marcharme. ¡Que tengas suerte, muchacho!
Cuando Adrián quedó solo, se dispuso a abrir de nuevo la caja fuerte. ¡Aún no podía creer que todo aquello fuera suyo!
Introdujo de nuevo la clave y en cuanto la puerta se abrió advirtió que en el lugar donde había estado el pequeño joyero descansaba una carta que antes no había visto. Seguramente la cajita estuviera depositada sobre ella, pero la primera vez, con la prisa por cerrar no se dio cuenta. Abrió la carta muy intrigado y empezó a leer…


Querido Adrián:
Todo cuánto poseo se lo debo al contenido de esta cajita de madera. Consérvala bien, porque lo que en ella se guarda es mucho más de lo que aparenta ser.
Ahora te voy a contar una historia, que tal vez te resulte increíble, pero es completamente cierta.
Yo era un adolescente huérfano. Mis padres habían muerto y me ganaba la vida trapicheando en los muelles, descargando mercancías y como mozo de equipajes. Un día, bajó de un barco un hombre de acento extraño al que le ofrecí llevarle el equipaje. Él me comentó que apenas tenía dinero para darme propina, pero aún así transporté sus pesados baúles, pues era anciano y comprendí que necesitaba ayuda. Al terminar el viejo me dio una moneda. Me aseguró que no tenía más y yo se la devolví, pues no quería su dinero si a él le hacía falta. Entonces me dijo que aquella era una moneda mágica, que me ayudaría a lograr prosperidad, y que si la aceptaba, cuando consiguiera ser rico yo tendría que concederle algo a cambio o perdería cuanto la moneda me hubiera dado.
Acepté aquella moneda sin creer realmente el cuento del anciano, pero lo cierto fue que la suerte empezó a sonreírme de manera sorprendente y, en pocos años, reuní una gran fortuna. Me casé y un día, cuando mi mujer estaba a punto de tener a nuestro primer hijo, recibí de repente la visita de aquel viejo del puerto. Me dijo que había llegado la hora de concederle un deseo a cambio de mi fortuna: quería que le entregara al niño que estaba a punto de nacer.
Me negué rotundamente y él me aseguró que a partir de ese momento empezaría a perder todo cuanto tenía y amaba. Yo no quise creerlo, pero al día siguiente mi esposa se puso de parto y murió al tener a nuestro hijo. Entonces el viejo apareció de nuevo en mi casa y me previno contra lo que iría llegando después: mi hijo moriría también y posteriormente perdería todo lo que poseía hasta quedar en la más completa miseria.
Yo lloraba desconsolado y le rogué que me diera otra oportunidad. Así fue como me exigió el mayor sacrificio de mi vida: Tuve que llevar a mi hijo a un orfanato, con la condición de no irlo a buscar ni revelarle nunca que yo era su padre, hasta después de mi muerte, momento en que podría donarle mi fortuna y la moneda mágica.
Sí, hijo mío, tú eres aquel niño al que tuve que renunciar, pero del que siempre estuve pendiente hasta que logré tenerte a mi lado. No te preocupes por Andrea, porque ella era una niña que saqué recién nacida de aquel mismo orfanato la noche que te llevé a ti. Tenía que cubrir las apariencias, y entonces pensé que haría pasar a aquella criatura por el bebé que tu madre había dado a luz.
La crié como a mi propia hija… como te hubiera criado a ti de haber podido tenerte conmigo. Nadie supo nunca nada de toda esta historia, salvo una persona: Ernesto Cifuentes. Él era por aquel entonces el director del orfanato, y empezó a sospechar cuando deposité a un niño la misma noche que adopté a una niña en su centro. Tuve que comprar su silencio (le entregué el 10% de las acciones de la empresa), pero con el tiempo se convirtió en mi amigo y la única persona en quien me vi obligado a confiar. Le conté toda la historia de la moneda y así él pudo ayudarme desde el principio. Siempre me aconsejó correctamente y diseñó el plan para hacerte llegar hasta esta ciudad y hasta esta casa.
Sin embargo, debo prevenirte contra él, pues siempre he sabido que ambiciona la moneda y tal vez intente arrebatártela de algún modo el día que yo falte, que será cuando tú leas esta carta.


En ese momento la carta cayó de las manos del abatido Adrián. Acababa de comprender que el vagabundo de la estación no era otro que Ernesto Cifuentes, que había urdido aquel engaño para hacerse con la moneda. ¡Por eso nunca había podido conocerlo personalmente aún siendo accionista de la empresa! ¡Por eso el viejo sabía que él lograría prosperar, porque lo estaba enviando junto a su propio padre!
Ahora entendía la frase que don Augusto Agramonte le había escrito en la tarjeta en aquel bar: Él un día había sacrificado su presente para lograr un futuro para sí mismo y para su hijo. Pero ya era tarde; él se había dejado engañar y había perdido la preciada moneda de su padre.
Después miró la carta que reposaba en el suelo sin terminar de leer. La recogió y fue al penúltimo párrafo:


Ernesto se convirtió en un maestro del disfraz. Fue a verte muchas veces por orden mía al hospicio, haciéndose pasar bien por médico, por repartidor e incluso por fontanero, y de esa forma yo estuve siempre al tanto de tu vida… hasta que por fin saliste de allí y mi amigo logró que llegaras a esta ciudad. El plan era que él te esperase junto al tren y te guiara hacia la fábrica para pedir trabajo, pero lo cierto es que yo aquel día no pude aguardar más y en el último momento decidí ocultarme en la estación para verte llegar. Mi sorpresa fue mayúscula cuando reconocí a Ernesto bajo el disfraz de un vagabundo. No pude escuchar lo que hablabais, pero contemplé el “ir y venir” de una moneda entre ambos y… aquello me hizo sospechar..
Hoy he pensado escribir esta carta, pues no sé el tiempo que viviré y quiero dejarlo todo preparado. Ahora ya sabes mi historia y el valor de la moneda que guardo en esta caja. Cuídala bien porque ella marcó mi vida para siempre y también la tuya. Ahora su magia te pertenece. Quiero que sepas que te he querido por encima de todo y doy por bien empleado mi sacrificio por haber logrado un futuro para ti, ya que no pude regalarte mi presente.


                    Firmado: Tú padre, 
                  Augusto Agramonte.


PD: Adrián, a veces, el sitio más seguro es el que está más a la vista. Por eso, tras firmar esta carta y sin que lo advirtieras, he cambiado la moneda que siempre guardé en mi cajita por la que aquel día te entregó Ernesto en la estación. La verdadera moneda de la suerte ahora está en tu bolsillo.


Adelaida Ortega Ruiz